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miércoles, 22 de junio de 2011

Arroz Cocido Frente al Pacífico

Texto completo de la intervención de Montserrat Sanz
en la presentación de su libro
FRENTE AL PACÍFICO
(Merece la pena leerlo)

Antonio López, José Antonio Abella, Rafael Encinas y Jesús Martínez, con Monserrat Sanz y Tomoko Miyamoto al fondo por videoconferencia / Foto: Kamarero/El Adelantado
Presentación del libro Frente al Pacífico
Montserrat Sanz Yagüe
21 de junio de 2011
Segovia/Kobe

Cuenta un escritor brasileño amigo mío, Edweine Loureiro, que, en una cena en la que le preguntó a un anciano japonés cómo pudo transformarse Japón tras la Guerra Mundial en una potencia económica, éste le respondió ofreciéndole un tazón de arroz con una sonrisa. Mi amigo pensó que su interlocutor había optado por ignorar la pregunta, pero éste, consciente de la perplejidad de su compañero de mesa, le ofreció una explicación de su metáfora. “Al término de la guerra, no teníamos arroz para comer”, le aclaró. “Entendimos que sólo trabajando juntos e intensamente seríamos capaces de vencer al hambre y a la miseria. Así que nos convertimos nosotros mismos en arroz cocido: cuanto más pegados unos granos a otros, más fuertes nos hacíamos.” El arroz japonés constituye la alegoría perfecta para ilustrar las diferencias entre la naturaleza de este pueblo y la nuestra: mientras nuestro concepto de arroz de calidad incluye como condición indispensable el que sus granos estén sueltos, el arroz japonés es pegajoso. Cada grano, redondo y lleno de almidón, se encuentra pegado a otro, de manera que comer con palillos no supone ninguna dificultad: los granos nunca se caen y el tazón queda invariablemente limpio al final. El señor de la historia le hizo entender a mi amigo que los japoneses, ante una catástrofe de proporciones inimaginables, hicieron lo que mejor saben hacer: poner el bien común por encima del individual. El progreso se derivó de ello por sí solo, y en la repartición de los beneficios también entraron todos.

El arte de anteponer el bien común al propio, tan bien visto, aceptado y predicado universalmente, no es sin embargo practicado con frecuencia en muchos lugares del mundo. ¿Es, pues, inalcanzable para seres que no posean una cualidad humana especial? ¿Cómo se implementa en actos concretos? La lección que recibimos con cierto desconcierto los occidentales que vivimos en Japón es que la cuestión carece de misterio, ya que no requiere de ningún sacrificio heroico ni de ninguna capacidad sobrenatural. Hacer bien el trabajo de uno, sin cuestionar ni eludir sus aspectos más ingratos, cualquiera que sea el oficio y la consideración social que reciba, es la única clave para pertenecer a ese arroz cocido colectivo y beneficiarse al mismo tiempo como individuo. Si todo el mundo sigue el mismo principio de no escabullirse de los aspectos que no le gustan del trabajo y los realiza con la misma diligencia que aplica a aquellos que le agradan --a pesar de inclinaciones propias que motivarían a uno a no hacerlo así-- no hay razón para establecer percepciones clasistas en cuanto al valor del trabajo de cada uno. Todos somos parte pequeña de una gran maquinaria y navegamos en el mismo barco. Una definición simple de respeto al trabajo como un privilegio sagrado y de respeto mutuo que cualquiera puede entender.
La paradoja es que este arte de vivir en colectividad consiste, precisamente, en ser del todo individualista, responsable absoluto y soberano de la tarea a uno asignada. Ser parte importante del grupo parece consistir en asumir una tarea concreta de forma verdaderamente independiente para realizarla en toda su perfección. No existe por tanto pérdida de libertad en la pertenencia a la colectividad, sino precisamente un gran individualismo. Y si esa labor que el destino te asigna no corresponde a tus sueños, tampoco es culpa del trabajo, sino de uno mismo. Mientras se aspira a más, la obligación se ejecuta con respeto y agradecimiento por tener algo en qué realizarse como humano. Esta otra definición de individualismo, diferente a la occidental, destaca el reto personal de realizar bien la empresa que uno ha aceptado, consciente de que lo contrario siempre redundará en perjuicio de alguien. Una realización de nuestras capacidades al máximo que conlleva siempre una gran auto satisfacción. La  base de las sonrisas ubicuas en Japón.
Esta relatividad “cuántica” oriental penetra en las experiencias diarias de los extranjeros que vivimos en Japón y hace que se desmoronen todas nuestras certezas occidentales. A medida que nos adaptamos a vivir en su cultura, vamos relativizando nuestras creencias, despojándonos de algunas y comprendiendo un poco más los conceptos ambiguos que subyacen a esta cultura lejana, donde nada es lo que parece y todo es a la vez transparente de puro básico.
De estas reflexiones filosóficas personales nace Frente al Pacífico, que crece en los trayectos de metro diarios entre mi casa y la Universidad; en mi ordenador portátil se van cuajando los pequeños artículos que lo componen y que se ofrecen periódicamente a los lectores de El Adelantado de Segovia con el convencimiento de que se trata de asuntos humanos simples, generalizables y universalizables. Mientras redacto esas piezas, a veces imagino que una de las líneas que escribo causa un impacto especial en algún lector y le obliga a analizar su realidad y sus actitudes. Esa persona es educador o padre, y decide dedicar una clase o una conversación a un tema surgido de alguno de mis pensamientos, y abre a su vez otras tantas ventanas de aire fresco entre sus alumnos o sus hijos. Cuando llego a este punto, me reprendo mentalmente por mis aires de grandeza y por haber perdido la perspectiva: vuelvo los ojos a la pantalla y regreso al texto, recordándome a mí misma que lo importante es la tarea concreta de encontrar el adjetivo más apropiado o la forma más concisa y elegante de expresar algo. Es importante no confundir los sueños de trascender (por muy legítimos que sean), con los detalles prácticos de la tarea, pues serán únicamente estos los que permitan tal trascendencia, si la hubiera. Mi única obligación es que cada una de las frases de ese artículo estén pensadas y cuidadas al máximo. Una lección aprendida de ver trabajar al revisor del tren, al panadero, al recepcionista de un hotel o al porteador de maletas del autobús al aeropuerto. Todas nuestras tareas, las importantes y las que lo parecen menos, trascienden igual, porque permiten que el engranaje no se oxide, creando así riqueza material y espiritual para todos.
Pero de pronto, esa rutina de escritos y viajes al trabajo se ve alterada por un desastre que nos sobrecoge y sobrecoge al mundo. Las actitudes que he analizado en mis escritos y que he ido adoptando durante años se ponen de manifiesto en horas de cobertura televisiva de la catástrofe. Se producen reacciones de respeto y de admiración hacia un pueblo que enseña su lección al mundo sin querer, simplemente por ser ellos mismos y comportarse como únicamente saben: con integridad. En estas circunstancias, se me ocurre que, ahora sí, es momento oportuno de contribuir a reforzar esa lección tratando de llegar a más lectores para maximizar el efecto moralizante de las imágenes con mi visión de observadora externa e interna a la vez. En una era en la que se comenta la escasa altura moral de dirigentes, poseedores de los medios económicos y de la comunicación, no está de más que todos  aprovechemos para analizar los valores propios, la contribución personal de cada uno de nosotros a la calidad de la sociedad en la que participamos. Es un buen momento para auto evaluarse y sentarse a hablar sobre valores humanos que conocemos perfectamente porque son universales. ¿Debemos admirarlos como si esos valores fueran exclusivos de los japoneses? El mensaje que siento la necesidad de transmitir al mundo en los días siguientes al desastre es: todo lo que veis es más simple de lo que parece. No hay nada que no podamos aplicar todos en nuestra vida diaria. El esfuerzo, la dedicación al trabajo, la integridad, el respeto mutuo, la nobleza del alma, están en todos nosotros porque son nuestra esencia como humanos. En realidad, mis artículos anteriores no presentaban nada extravagante ni heroico. El desastre japonés ocurre, pues, en un momento oportuno, cuando la eurodecadencia empieza a ser evidente. Siento que es hora de desempolvar algunos de los artículos y retocarlos para ofrecerlos de nuevo.
Me lanzo entonces a buscar un profesional que pueda materializar ese sueño, y confirmo que los hados y la globalización funcionan estupendamente juntos: un tsunami en el noreste de Japón va a permitir a dos personas de Kobe naufragar en una isla que casualmente se ha creado en mi querida Segovia. José Antonio Abella decide que el riesgo merece la pena y Jesús Martínez se vuelca generosamente en que el proyecto salga adelante. Si en algún momento mi cansancio o falta de capacidad me hacen flaquear, la diligencia y eficacia de José Antonio impulsa el proyecto sin remisión y me obliga a hacer las correcciones con celeridad. Recurro a mi amiga Tomoko para ilustrar los conceptos importantes con su pincel y en un par de días recibo un paquete con las obras. Además, se da la feliz coincidencia de que mis padres se encuentran conmigo en Japón en ese momento y me liberan de cientos de tareas domésticas que me permiten ponerme a trabajar. Su valioso apoyo, la calidad de las obras de Tomoko y el indiscutible gusto estético de José Antonio culminan en un libro delicado que sale al mundo a una velocidad vertiginosa, menos de dos meses después del desastre, y por el que no puedo por menos de sentir un gran agradecimiento y una profunda emoción.  En el proceso de crearlo, me parece estar aprendiendo lo equivalente a diez años de experiencias vitales.
Ni que decir tiene que sería inético que nosotras nos beneficiáramos económicamente de un libro que nace de unas circunstancias que han causado sufrimiento a cientos de miles de personas. Este libro pertenece a las más de 124.000 personas que llevan tres meses viviendo como refugiados, a los 15.400 muertos y a los 7.650 desaparecidos. Pero muy en particular, es para los treinta y cuatro niños y tres maestros supervivientes de la escuela Ookawa, en Ishinomaki. Somos conscientes de que la modesta contribución monetaria que podríamos ofrecer con nuestros derechos de autor sería de todos modos una gota en el océano de las necesidades que se han generado. Por eso tiene mucho valor la actitud de la editorial, pues asumo que lo que le quede después de su generosa donación, que excede con mucho lo que nos tendría que abonar como autoras, servirá para poco más que para impedir que su isla se hunda. También sabemos que no importa cuánto se ayude a esos niños y a sus maestros, su corazón jamás podrá reponerse de la muerte de sus setenta y cuatro compañeros y diez profesores. Pero los padres de los niños, en el rito budista de los 100 días después del fallecimiento colectivo, han optado una vez más por la aceptación, por la vida y por la esperanza y han decidido plantar 121 árboles, tantos como niños y profesores componían la comunidad de la escuela. Así que nosotras también trabajaremos para que algo de nuestro esfuerzo por llevar los valores de su tierra al otro lado del mundo revierta en su bienestar emocional a través de algún material o ayuda al estudio.
Hace tan solo una semana mantuve una conversación con un ex-alumno cuya familia es de Sendai pero sobrevivió sin grandes problemas a la tragedia. Me contaba que el hermano de su cuñada, casado y con un recién nacido, acababa de comprar una casa a tres Kilómetros de la Planta Nuclear de Fukushima. Ahora viven evacuados, sin trabajo y sin dinero para reconstruir su vida. Cuando le pregunté cómo se sentían y si no estaban todos quejándose de las parcas ayudas públicas y de la mala gestión del problema, abrió los ojos asombrado y me contestó: “No, están contentos de estar vivos. Además, querríamos tener tiempo para victimizarnos un poco, pero cuando tienes un problema de estas dimensiones, no hay tiempo para eso.” Otra gran lección. A pesar de haber escrito un libro como éste, yo estaba haciendo lo que mejor sabemos hacer los occidentales: quejarme en lugar de las víctimas y erigirme en defensor de sus derechos por medio de la crítica a responsables externos. Ellos estaban aplicando su serenidad y su filosofía de no esperar que un mesías te resuelva tus problemas. “Me queda trabajo por hacer”, pensé. “Al fin y al cabo, sigo siendo fiel representante de mis prejuicios”. Efectivamente: cuando tienes un pequeño problema, todo es victimizarse. Pero cuando tienes un problema de proporciones ingentes, no hay tiempo para eso. Haber salvado la vida ya es regalo suficiente. El esfuerzo y el trabajo, y el apoyo del grupo, que nunca les fallará porque sus componentes seguirán asumiendo sus responsabilidades personales bajo la premisa de que el trabajo no es un castigo divino, sino un regalo divino, harán el resto. El arroz está cocido. Ellos lo saben y confían.

Muchas gracias.

2 comentarios:

Amando Carabias dijo...

Maravilloso texto que nos conmovió a unos cuantos de los presentes en esta entrañable presentación. Así lo manifestaron en público algunos de ellos, y también tuve la suerte de comentarlo al final del acto con algunos amigos y conocidos que coincidimos.
Ojalá, Montse, cuando vuelvas por Segovia te puedas poner en contacto conmigo para que me firmes el libro.
Gracias José Antonio por subir este texto.
Un abrazo.

karlos dijo...

Excelente análisis .. Los occidentales tenemos que comer todavia muchos cuencos de arroz con humildad .. un saludo

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