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martes, 26 de marzo de 2013

El Norte de Castilla: La sombra del ciprés.


La sombra del ciprés/LECTURAS  EL NORTE DE CASTILLA Sábado, 23-03-13

Los que sufren la Historia

 

José Antonio Abella afronta en «La sonrisa robada» su mayor reto narrativo, conjugar una hermosa historia de amor con una denuncia sobre los vencedores de la II Guerra Mundial

BERNARDINO GONZÁLEZ PEREZ

Es José Antonio Abella (Burgos, 1956) autor conocido por sus cuatro novelas Yuda (1992), La esfera de humo (1995), Crónicas de Umbroso (2001), La tierra leve (2006) y por un libro de relatos de reciente aparición, Unas pocas palabras verdaderas. Pero es ahora, con La sonrisa robada (Ed. Isla del Náufrago, Segovia, 2013) cuando afronta su mayor reto narrativo hasta el momento: conjugar una hermosa historia de amor con una denuncia documentada de los sufrimientos que los vencedores de la II Guerra Mundial infligieron a los alemanes vencidos.
A modo de espiral, como las sucesivos círculos que genera una piedra arrojada al agua de un estanque, el lector va descubriendo en la estructura de la novela la relación, fascinante y real, de una joven alemana, Edelgard Lambrecht, con el poeta español postista José Fernández-Arroyo; pero, como si no se conformara, el relato crece concéntrico hasta indagar en sus entornos inmediatos y sus familias; y, más allá, en el entorno espacial e histórico de Edelgard, en la Alemania de la II Guerra Mundial y, sobre todo, en la inmediata posguerra. Todo ello encarado al contraplano que es el proceso de reconstrucción de todas las vidas mencionadas y la propia elaboración de la novela.
           La intención del autor con esta arquitectura de superposiciones es que los personajes cobren nueva vida, ahora permanente, en el texto. En la realidad, ya no queda nada de Edelgard y José, salvo sus cartas y sus diarios, pero ahora cuentan con un elemento nuevo: esa reconstrucción de su propia peripecia existencial en aquel mundo.
El propósito inicial del autor, que se formula de forma explícita (“El sueño de José convertido en mi propio sueño”) hace que se produzca una transferencia eficaz del punto de vista y que en el planteamiento documental se integre el componente autobiográfico. En efecto, Abella aúna la función de narrador en primera persona con la de personaje motor de la búsqueda documental. Sin planteamientos maniqueos, a lo largo del texto conviven momentos de gran crudeza –acontecimientos bélicos y sufrimientos de los personajes- con otros de intenso lirismo, en especial algunas de las cartas de Edelgard o ese último capítulo: “Al otro lado”.
           Como cabría esperar en un documento narrativo de este alcance, las cuestiones morales abundan tanto como los interrogantes acerca de la ética de las conductas. En ocasiones, Abella llega a reflexionar sobre la propia novela que está escribiendo y se plantea cuestiones acerca del derecho, la necesidad o la oportunidad de escribirla, una nueva vuelta de tuerca que afina el espesor de una narración donde el autor no ahorra nada en su intención decidida de sondear esa época desde una vertiente que ha sido –quizás lo sea todavía- tabú para la reconstrucción de la historia europea del siglo XX en la memoria colectiva.
             Tampoco el título de la obra es baladí y encierra un doble sentido. Por un lado, el que se manifiesta en la portada mediante el contraste entre dos imágenes: la alegría de las niñas que portan símbolos nazis y la seriedad de Edelgard. Pero, por otra parte, Edelgard sufre una enfermedad muscular, una de cuyas manifestaciones es la imposibilidad de sonreír, dato aprovechado por el autor -Abella es médico de profesión y llega aquí a apasionarse por el diagnóstico de la enfermedad de Edelgard- para elevarlo a esa categoría de símbolo central y definitivo en la narración. La investigación de la enfermedad constituye, así, una de las líneas narrativas apasionantes, en especial cuando sus efectos condicionan la relación entre Edelgard y José.
           Esa visión plural, casi de prisma cinematográfico, continúa en la coexistencia de diversos narradores que se van cortando el paso hasta ofrecer una ductilidad extraordinaria que permite al lector hacerse cargo del relato a partir de una galería de modulaciones: José y Edelgard en su correspondencia; los informantes externos de asuntos concretos (que pueblan un nutrido apartado de agradecimientos) y el propio autor, convertido en narrador con esa doble función de testigo y de protagonista en primera línea.
           Así, la documentación exigente de episodios fundamentados en pruebas de verdad histórica se alía con la propia historia de los dos protagonistas en una especie de segundo grado de verdad. Todo ello en la arriesgada tarea, pero ya necesaria a estas alturas del milenio, de volver a reconstruir el escenario horrible y lleno de ignominiosos excesos que acusan sin indulgencia y desde otra latitud a la condición humana, tal como en tantos otros ejemplos de literatura de campaña donde el Bien y el Mal se han repartido limpiamente (¿?) de otra manera, más simplificante e injusta. No ocurre eso en La sonrisa robada. José Antonio Abella ha conseguido hacernos a cada lector volver a revisar esa radiografía, que parecía clausurada, de una de las épocas más abominables del siglo XX, aquí reproducida con intensidad y nervios fríos a partes iguales. No debería pasar inadvertida esta narración que muestra la semilla ubicua del Mal a través de esos seres inocentes.

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